Ginger Rogers formó entre los años 30 y 40 la mejor pareja de baile del mundo con Fred Astaire, aquellos maravillosos musicales de Hollywood, nunca jamás fueron superados después en un género ya prácticamente desaparecido. Nadie superó a esta pareja, solo de baile, y que protagonizaron diez películas, que ya son historia.
Ginger, que en realidad se llamaba Virginia, vino al mundo en 1911, hija de padres separados. Su madre, paso de comentarista teatral a ser una guionista y productora en la meca del cine y siempre animó a su hija para que fuera actriz.
Y no sólo eso: bailarina, cantante y dotada del suficiente talento interpretativo no sólo para la comedia, también el drama. El apelativo de Ginger le vino de unos primos que empezaron a llamarla “Ginga”, y de ahí surgió su definitivo nombre artístico, completado con un apellido que tomó de su padrastro, el segundo marido de su madre, John Logan Rogers.
No tenía los cabellos rubios ya que era pelirroja. Su paso por los escenarios de Broadway fue después de recorrerse los Estados Unidos en modestas compañías de variedades. En Nueva York conoció a un tipo alto, desgarbado al que le venía que ni pintado el título de «Papaíto, piernas largas», que interpretó en la pantalla.
En una insuperable ironía del destino, la primera prueba de pantalla de Fred Astaire se resumió en «no sabe actuar. No sabe cantar. Se está quedando calvo. Puede bailar un poco». Frederick Austerlitz, que pasaría a la historia como Fred Astaire, nació el 10 de mayo de 1899 en Omaha, una ciudad de Nebraska, en el centro de Estados Unidos (EEUU). Su primera coestrella fue Adele, su hermana mayor, con la que cosechó cierto éxito bajo el manejo de los padres de ambos, llegando incluso a actuar juntos en Broadway. Su carrera no comenzaría a despegar hasta que se mudó a Hollywood tras abandonar Adele su carrera por su matrimonio con un Lord en 1932. Un año después Hollywood le daría a Fred su primera gran oportunidad, Alma de bailarina, donde mostraría sus dotes junto a uno de los pesos pesados del mundo del cine de la época: Joan Crawford.
El año 1933 sería clave para el joven Fred y no sólo por su exitoso aterrizaje en la “Meca del cine”. Ese mismo año llegó a las pantallas Volando a Río, la primera película que le juntó con la que acabaría siendo su más icónica compañera de reparto: Ginger Rogers, otra niña prodigio del mundo del espectáculo que, como él llevaba sobre los escenarios desde su más tierna infancia (aunque está en un entorno familiar bastante más duro).
Fueron una pareja de ensueño. Bailando, mirándose a los ojos, transportaban a los espectadores de sus comedias musicales a momentos inolvidables. Sin embargo, Ginger y Fred se detestaban lejos de los focos de los estudios, llevados por celos artísticos. Nunca se besaron como los enamorados, jamás en sus filmes acometieron personajes apasionados el uno por la otra. Ella contaría que su compañero de cine llevaba peluquín, y que después de actuar, era un tipo seco y aburrido. Que no rodara escenas con ella subidas de tono amoroso se debía más que nada a la esposa de Fred, quien supervisaba los guiones para que su marido no se propasara con Ginger, «la rubia peligrosa». Tampoco ésta sentía el más mínimo interés por conquistarlo fuera de sus escenas de ficción.
Son varias las biografías que apuntan para explicar esta falta de relación personal al enfermizo perfeccionismo de él y a su ambición por una carrera en solitario tras pasar toda su juventud a la sombra de su hermana. En el libro Fred Astaire, Joseph Epkstein menciona cómo el actor habría escrito a su agente para no volver a tener que repetir la experiencia tras Volando a Río, quejándose de manera algo prosaica sobre cómo prefería “no ganar dinero antes de verse emparejado de nuevo con una reina de las películas». Menciones algo dramáticas que tampoco hicieron que la relación pasase al otro extremo: nada apunta ni a un tórrido romance entre ambos, ni tampoco a un acérrimo odio en cuanto se apagaban los focos.
De esta manera quedó escrito que compartieran varios títulos musicales con una estructura y función similar. Se trataba de pasatiempos que querían enganchar y animar al espectador en los difíciles 30, a la vez que eliminaban toda aspiración dramática o argumental. De hecho, los argumentos son inverosímiles, las situaciones dramáticas inexistentes, los escenarios imposibles, aunque todo ello no importaba lo más mínimo al público, pues, una vez que ambos empiezan a mover las piernas, todo lo demás quedaba relegado a un plano secundario.
Siguiendo a la mencionada ‘Volando hacia Río de Janeiro’, llegó ‘La alegre divorciada’ (1934), que dejaba gran parte del metraje a la comedia, y tenía en ‘Night & Day’ y el ‘Continental’ sus números estelares. Mucho glamour y estilismo para poner en escena las composiciones de Cole Porter.
En 1935 llegaron dos films, ‘Roberta’, con la estimable colaboración de Irene Dunne, y muy especialmente ‘Sombrero de copa’, siendo esta última, con música de Irving Berlin, considerada la mejor de la serie, ya que, aparte de por su ya mencionada “falsa Venecia”, destaca por su mítico número ‘Dancing Cheek To Cheek’ (conocido por todo mundo), sin dejar de lado el ‘Piccolino’. El director del filme fue Mark Sandrich, cineasta de cabecera de ambos, y que mostraba su buena labor artesanal, a pesar de ser eclipsado por los ilustres protagonistas.
Más tarde vendrían ‘Sigamos la flota’ (1936), de nuevo con partituras de Berlin, donde, a la vez que Ginger aparecía especialmente sexy, Astaire estaba inapropiado como marinero; ‘En alas de la danza’ (1936), con la prestigiosa dirección de George Stevens; y la ya citada ‘Ritmo loco’ (1937), que fue otro admirable musical con melodías de los hermanos Gershwin, destacando algunas como ‘Shall We Dance’ (que dio el título original a la película), ‘They All Laughed’, ‘Let´s Call the Whole Thing Off’ (maravilloso baile en una pista de patinaje neoyorquina), o ‘They Can´t Take That Away From Me’ (canción que Fred canta a Ginger durante una travesía en ferry). En ‘Ritmo Loco’, Astaire interpreta a Petrov, bailarín con ganas de dejar el ballet por melodías más marchosas.
De Astaire se asegura con rotundidad que ha sido el mejor bailarín que nunca ha existido, y pese a las ya famosas palabras que provocaron su primer casting (aquello de: “No sabe cantar. No sabe actuar. Baila un poquito.”), crítica, público y compañeros comparten adoración por su maestría en el arte de la danza. Terreno éste en el que dominaba toda clase de disciplinas, desde los más clásicos ballets originarios del este de Europa, hasta las más “modernas” tendencias del swing, claque y el jazz. Su adecuación a ambos terrenos nunca quedó más patente que en ‘Ritmo Loco’ (1937), título dado en España a ‘Shall We Dance’, auténtica delicia que recogía algunas de las más memorables piezas gershinwianas.
La efigie de Astaire va irremediablemente unida al esmoquin, los zapatos, el bastón, y, por supuesto, el sombrero de copa. Su figura destacó por su agilidad, sutilidad y elegancia.
En cuanto a ella, puede que sus pasos no llegasen a la grandeza de los Astaire, pero si éste destacaba por su estilo refinado y elegante, ella dotaba a la pareja del punto sexy que sus números precisaban para lograr la conexión con las masas de público. Hay que tener en cuenta que por aquel entonces enseñar pierna era el colmo del erotismo, y las de la Rogers no tenían desperdicio. En los bailes mostraba soltura, desparpajo y en ocasiones hasta descaro, mientras que su aguda voz conseguía un peculiar y encantador efecto, que contrastaba mucho con las graves voces de solistas femeninas, como Ella Fitzgerald, que hicieron célebres esas mismas canciones.
Y si bien él basó su paso por el cine en espectáculos musicales (lo cual, por cierto, ya es bastante), Ginger Rogers decidió mostrar su versatilidad en distintos géneros, a la vez que sus portentosas dotes de actriz.
Hicieron películas por separado, las cuales fueron éxitos en muchas ocasiones, pero la figura del uno no puede entenderse sin el otro. Formaron una de las parejas míticas, no sólo del cine, sino de la historia en general. Decir Fred es decir Ginger, y decir Ginger es decir Fred. La sintonía de ambos en la pista de baile, enmarcada en un art decó en blanco y negro, y fusionada con las melodías de Gershwin o Berlin, alcanzó las más altas cotas de belleza y plasticidad. Hasta el punto de que los años los han acabado convirtiendo en una de las imágenes más emblemáticas de la iconografía popular. Con Fred Astaire y Ginger Rogers el musical se convirtió en uno de los géneros más amados por el público, a la par que procuraba algunas escenas destinadas a insertarse en eso que se llama antología del cine.
Protagonizaron una serie de películas que para el cinéfilo de verdad se presentan como inolvidables e imprescindibles. No cabe hablar de historia del cine si no se menciona a Astaire y Rogers.
Cada uno de ellos parecía representar el perfecto contrapunto del otro. La química que se produjo entre ambos más parecía tener de mágico y romántico que de físico o racional. Todo empezó con ‘Volando hacia Río de Janeiro’ (1933), donde robaron con enorme facilidad, gracias a su baile de la ‘Carioca’, el protagonismo a Joel McRea y Dolores del Río. Cuando tras el estreno todo el mundo hablaba de este nuevo dúo de bailarines, la RKO comprendió que tenía un filón que no podía dejar sin explotar.
Al final Rogers viró al teatro cuando Hollywood le dio la espalda; Astaire, a los proyectos televisivos. Si bien en la cultura popular han permanecido como un inigualable equipo. Astraire y Rogers también tuvieron tiempo de cosechar bastante repercusión en sus proyectos en solitario. Rogers, por ejemplo, consiguió un Oscar a la Mejor Actriz en 1940 por la dramática Espejismo de amor, el de él sería honorífico y tendría que esperar hasta 1950, tras su breve retiro y vuelta a los escenarios de la mano de Rita Hayworth en Bailando nace el amor, estrenada en 1942.
En lo referente a lo personal, Fred no volvió a encontrar de nuevo el amor tras su querida Phyllis hasta prácticamente el final de su vida. Se casó con Robyn Smith en 1980, una exitosa jinete de 35 años a la que, según recogió Los Angeles Times, conoció apostando a su favor, y con la que estuvo hasta fallecer en 1987 y que ahora actúa en cierto modo de guardiana del legado del icónico artista que supuestamente “sólo sabía bailar un poco”.
Quizás no se entendieran personalmente y no se gustarán, pero cuando bailaban juntos la magia fluía sola y el baile se convertía en una obra maestra eterna.