Hoy en día es más frecuente que nunca escuchar afirmaciones como que el cine no pasa por un buen momento. Esto, a juzgar por el estado de salud del séptimo arte, no parece cierto en absoluto. Pero lo más preciso sería distinguir entre lo que podemos considerar cine y lo que representan las salas de cine en sí mismas. Porque, aunque muchas veces ambas cosas se asocien, no son lo mismo.
La gran variedad de alternativas que existen actualmente para ver una película, de hecho, parece haber penalizado los beneficios económicos de los cines tradicionales. Aunque está claro que las cada vez menos nuevas plataformas en streaming como Netflix o Amazon Prime Video no han sido el único enemigo al que estos lugares míticos han tenido que enfrentarse en los últimos años.
Repasando las contrariedades por las que los empresarios del sector se han visto golpeados de un tiempo a esta parte, hay que destacar otros elementos importantes: el aumento del IVA, la necesidad de adaptar tecnológicamente cada sala o, cómo no, la actual inflación. Porque sí, como sucede con todo, la crisis que se vive actualmente en todo el mundo también afecta a las salas de cine.
La vida de los cines después de la pandemia
Se suele decir que el ser humano es un animal de costumbres, y en muchos sentidos es innegable. Teniendo eso presente, es natural que la pandemia haya cambiado muchos comportamientos que, antes de las medidas tomadas por el Gobierno, parecían inamovibles para muchos. Por ejemplo, el aumento de personas que ya se han acostumbrado a comprar según qué cosas a través de Internet, algo que en algunas franjas de edad no era tan habitual antes.
Dicho cambio de rutinas también ha castigado, y mucho, a los cines. No es algo que digamos nosotros, sino los propios datos que facilita el sector mismo. Ahora mismo hay un cuarenta por ciento menos de afluencia a las salas de la que existía antes de que el dichoso Covid sacudiera nuestras vidas. La reapertura de las salas no ha generado una vuelta a ellas como los más optimistas profetizaban, y sin olvidar tampoco que incluso ya antes del virus muchas tenían problemas seríos para sobrevivir.
La respuesta de muchos propietarios al desafío, por un lado, ha sido la única que parece tener sentido: apostar por una experiencia que difícilmente se pueda conseguir en casa: butacas más confortables, salas con 3D y sonidos espectaculares, etcétera. Pero claro, esto también ocasiona un daño colateral: el aumento de precios.
Es más, según algunas encuestas –y a veces no hacen falta ni siquiera estas, solo hablar con amigos y conocidos- el principal inconveniente que muchos ven a los cines no pasa por Netflix, sino por el propio dinero. Se trata de un asunto económico: el cine es considerado por muchos un entretenimiento caro cuando se quiere disfrutar en la pantalla grande, más aún si se trata de familias que pretenden vivirlo en amor y compañía. Una realidad que va en contra de lo que siempre se han considerado las salas: una alternativa popular, que ha atraído a sus asientos a jóvenes o parejas sin casa a la que acudir. O lo que es lo mismo, a los grupos que muchas veces presentan el menor poder adquisitivo.
Pero aunque las plataformas de pago no hayan sido necesariamente el posible principio del fin de las salas de cine, es indudable que también han sumado su granito de arena. La posibilidad de elegir entre un enorme catálogo sin gasto alguno (entiéndase, sin gastos adicionales por lo general) y sin moverse de casa, es un atractivo poderoso para muchos. Más aún en una época en la que la cantidad, en todos los sentidos, suele prevalecer por encima de la calidad.
Sea como fuere, el escenario parece no ser el más optimista de cara al porvenir a las salas de cine. No hace falta pensar en mañanas remotos para temer por ellas, sino fijarse en el aquí y ahora. O las costumbres cambian, o la presencia de los cines podría descender considerablemente, en el mejor de los casos. La respuesta, como todo, la tendrá finalmente el público. En sus manos está el futuro de este negocio.