René Lavand: La magia de una sola mano

La cartomagia, es la rama de la magia de cerca cuyo elemento central son los naipes de la baraja. En la actualidad es la rama de la magia más extendida y la que cuenta con mayor número de adeptos, es con mucho la especialidad mágica más documentada, ya que existe una amplia bibliografía, casi siempre en lengua inglesa. En la actualidad este hecho ha sido subsanado a lo largo de estos últimos años traduciendo la obra de grandes clásicos como son Dai Vernon, S.W. Erdnase o Jean Hugard. A pesar de esta escasez literaria, la cartomagia española es una de las más reconocidas a nivel mundial, contando con el honor de tener entre sus miembros varios ganadores del FISM, (Federación Internacional de Sociedades Mágicas), como por ejemplo Arturo de Ascanio o José Carroll, ambos tristemente ya fallecidos.

Una vez hace años, tuve la oportunidad de ver en directo en un local de Madrid a René Lavand y tengo que reconocer que me gustó mucho. René dio la vuelta al mundo con una baraja en el bolsillo y nada más. No era mago, no hacía magia. Era, solo un narrador de historias que acompañaba con un juego de naipes.

René Lavand murió hace seis años con 86 años, y leí el otro día que por estas fechas era el aniversario de su muerte en el 2015, en los jardines del Palacio Municipal de Tandil, su localidad de residencia se erige una estatua del ilusionista, a modo de homenaje, pudo disfrutarla tres años antes de morir.

Me interesé por su biografía y gracias sobre todo a un artículo publicado en el Diario Clarín de Argentina por Juan Lagares he sabido más de su persona y su obras.

Recorrió el mundo, estuvo en Las Vegas, Europa, Japón; hizo gala de sus técnicas ante el narco colombiano Rodríguez Orejuela; estuvo en los programas de Ed Sullivan y Johnny Carson; incluso conquistó Madrid; y hasta dejó embobado a David Copperfield que no podía entender cómo ese hombre que vivía «cerca del faro del fin del mundo» cortaba la baraja con una sola mano.

Su historia es importante para conocer y entender a este juglar de la magia

Héctor René Lavandera nació el 24 septiembre de 1928 en Buenos Aires. Fue el único hijo de Antonio Lavandera y de Sara Fernández. Su padre era viajante de comercio y luego montó una zapatería en la ciudad. Su madre era maestra de escuela. Cuando el pequeño Héctor tenía 7 años, su tía Juana lo llevó a ver un espectáculo que lo dejó asombrado para siempre: se trataba de un mago llamado Chang, que vestía kimono y hacía trucos con cartas, monedas, pañuelos… Todo un arte milenario para el oriental Chang, que en realidad era panameño. Desde su butaca, el niño Héctor, con los ojos abiertos como dos huevos duros, pedía: «Que lo haga más lento», para poder detectar dónde estaba el engaño. Y aunque se esforzó y refregó sus ojos, no lo consiguió.

De regreso al hogar, Héctor René solo podía hablar de Chang. Deseaba que su padre fuera Chang para poder aprender de él todos los trucos. Tanto insistió que un día un amigo de la familia le enseñó un juego de cartas y el aprendiz de mago practicó obsesivamente hasta que logró sorprender a sus compañeros de escuela.

Al poco tiempo, la zapatería de su padre se cerró y la familia se mudó a Coronel Suárez donde Antonio Lavandera tenía otra propuesta laboral. Una vez asentados en la nueva casa, Sara, la mamá, le había prohibido a Héctor cruzar la calle solo. Era febrero, el carnaval de 1937, hacía calor y los niños de la cuadra jugaban en la vereda. Pero decidieron trasladar el juego a la vereda de enfrente y cruzaron. Héctor dudó, pero se animó y también cruzó, desobedeciendo el mandato de su madre.

Eran cinco metros de asfalto para alcanzar la meta y con un poco de suerte nadie se enteraría de la incorrección. Pero calle abajo, a toda velocidad, un joven de 17 años que había salido con el auto de su padre, no lo vio y no llegó a frenar. La rueda aplastó el antebrazo derecho de Héctor.

El médico le salvó el brazo, pero no la mano. Amputó a partir del codo y dejó un muñón de once centímetros. Héctor era diestro, con esa mano escribía, se ataba los cordones, sujetaba el cuchillo y hacía los trucos que sorprendían a sus amigos y familiares.

La rehabilitación duró un año. De adulto, René no daba detalles sobre lo que sucedió en ese tiempo, pero sí que se refugió en las cartas, que se le caían en bandada al suelo. Para desarrollar su habilidad con la mano izquierda jugó al tenis de mesa y a la pelota paleta, pero dominar la baraja le llevó más tiempo.

En 1955 su padre murió de cáncer. Y una tarde, mientras practicaba con la baraja, su madre lo interpeló: «Hijo… eso de la barajita está muy lindo, pero hay que ir pensando en hacer algo en esta vida», la parafraseó el hijo muchos años más tarde. Había que pagar las cuentas -y las deudas- que la muerte de su padre había dejado pendientes y Héctor René Lavandera consiguió un puesto como cadete en el Banco Nación de Tandil. «

Escribía a máquina, llevaba papeles y hasta contaba plata. En el cajón de su escritorio siempre había un mazo de cartas. Y cuando el salón quedaba vacío de clientes, Lavandera sacaba la baraja y sus compañeros se quedaban un rato largo observando sus juegos entre cigarrillos y pocillos de café. Se hizo su pequeña fama.

René Lavand

Su debut se produjo en el Hotel Continental de Tandil para unas 50 personas entre los que se encontraban algunos conocidos del trabajo y del club de esgrima, otra de las actividades que practicaba para seguir adiestrando su única mano. Fue deslumbrante, por sus trucos, por sus historias, por su presencia. Pero a todo eso se sumaba el asombro del público por haber visto al mago de una sola mano.

En el banco trabajó durante diez años, pero su éxito con las cartas lo impulsaron a cumplir su sueño. En 1960 ganó una competencia de ilusionismo y le ofrecieron debutar en Buenos Aires. Llegó y se amputó el apellido y el primero de sus nombres. Ahora era un artista. Sus primeras presentaciones fueron en el Teatro Nacional y en el Tabarís. Pero se hizo masivo cuando apareció en el programa «El Show de Pinocho», de Mareco.

El corbatín, los pies a 45 grados, la mano derecha fantasma en el bolsillo y la labia. En su número, además de asombrar con la baraja, Lavand citaba a Borges, Unamuno, Ortega y Gasset, José Ingenieros, Homero Manzi y tantos otros… Y también ambientaba con la música de Andrés Segovia o la voz de Luciano Pavarotti; Beethoven o Bach.

Contaba la historia del Gitano Antonio, del Cumanés, de un pistolero del lejano oeste americano; o el poema del chino Li Po para su famoso número «tres migas», en el que siempre hacía caer tres migas de pan de una tacita de café a pesar de que un segundo antes se guardaba una en el bolsillo o la arrojaba al público.

Hizo una temporada en México y empezó a girar por América Latina y Estados Unidos. Recorrió Las Vegas y llamó la atención del productor del programa de Ed Sullivan y se fue a Nueva York. Lo ven 50 millones de espectadores. «Nunca olvidaré la cara de Sullivan y el asombro de quienes nos rodeaban. Un norteamericano llevando a la televisión a un prestidigitador manco… Era como presentar a un bailarín cojo», contó. También estuvo en The tonight show, de Johnny Carson.

Conoció al ilusionista español Juan Tamariz y se fue a Europa. Tamariz le consiguió salas y teatros, también invitaciones a programas de televisión. Y hasta un show en París. «No importa el idioma», le dijo y Tamariz se sorprendió por la confianza que se tenía. Brilló en Francia y Alemania, aunque franceses y alemanes entendían poco de su narración elocuente, de tono cadencioso para entrar en clima. Quedaban asombrados por sus técnicas. Y siempre todos y todas entendieron que en el juego en que separaba por color seis cartas, Lavand no podía hacerlo más lento.

Un buen guion era fundamental y René interpretaba como artista escénico excelente, aunque le gustaba dar imagen de tahúr. Ricardo Sánchez, dueño de la tienda madrileña Magia Estudio, da un detalle más del número: «Lavand medía sus sesiones de magia con una copa de vino. Empezaba con una llena y se la iba bebiendo con cada juego. Y cuando acababa la función, coincidía con la copa vacía. Es una forma fantástica de medir el tiempo de una actuación».

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A finales de los 80 ya era una estrella internacional con presentaciones en Las Vegas y Europa. En 1994 lo contrataron para un show en Cali, Colombia, en un hotel cinco estrellas. Tenía que entretener a Gilberto Rodríguez Orejuela, el capo del Cartel de Cali; y sus invitados, unos 40 forajidos armados hasta los dientes y embriagados tras aspirar más de un gramo de la más pura cocaína.

Lavand abría sus representaciones casi siempre con un relato que siempre emocionaba«Había terminado la guerra. La patrulla en retirada. Un soldado solicita permiso al capitán para volver al campo de batalla en busca de un amigo. Pero se lo niegan. ‘Es inútil que vayas, está muerto’, le dice el capitán. El soldado desobedece la orden y vuelve al campo de batalla por su amigo. Regresa con él en brazos. Muerto. ‘Te lo dije, era inútil que fueras’, lo retó el capitán. ‘No mi capitán, no fue inútil. Cuando llegué aún estaba con vida, me miró a los ojos y me dijo: sabía que ibas a venir'».

René Lavand

René Lavand practicó con la baraja en su «laboratorio» hasta la mañana del 7 de febrero de 2015, el día de su muerte. Nunca dejó de trabajar, ni se retiró. Viajaba cada dos meses a España. Editó dos libros con sus técnicas, aunque tuvo pocos discípulos. «Yo no puedo enseñarle nada a nadie, solo mostrarle», repetía.

Coleccionaba sombreros y bastones en su cabaña de Tandil. El día que yo le vi en directo, en uno de sus juegos citó al poeta también argentino, Homero Manzi, con un verso que se me quedó para siempre y decía:

“Cuarenta cartones pintados
con palos de ensueño, de engaño y amor.
La vida es un mazo marcado,
baraja los naipes la mano de Dios.
Las malas que embosca la dicha
se dieron en juego tras cada ilusión,
y así fue robándome fichas
la carta negada de tu corazón.”

Descanse en paz René Lavand, el hombre que hacía magia con una sola mano. Hoy donde se encuentre seguirá jugando con la baraja, pensando historias, tranquilo y entre oros y copas nunca le olvidaremos.