Los síntomas de COVID prolongados rara vez persisten más allá de las 12 semanas en niños y adolescentes, a diferencia de los adultos. Sin embargo, se necesitan más estudios para investigar el riesgo y el impacto de la COVID prolongada en los jóvenes para ayudar a orientar las decisiones sobre la política de vacunación, según una revisión dirigida por el Instituto de Investigación Infantil Murdoch (MCRI), en Australia.
La revisión, publicada en la revista ‘Pediatric Infectious Disease Journal’, encontró que los estudios existentes sobre la COVID prolongada en niños y adolescentes tienen importantes limitaciones y algunos no muestran una diferencia en los síntomas entre los que han sido infectados por el SARS-CoV-2 y los que no.
Estos datos llegan cuando un nuevo informe de investigación del MCRI sobre el COVID-19 afirma también que, tras 10 meses en circulación, la cepa Delta no había causado una enfermedad más grave en los niños que las variantes anteriores y que la mayoría de los casos seguían siendo asintomáticos o leves.
Sin embargo, descubrió que los niños y adolescentes con condiciones de salud preexistentes, incluyendo la obesidad, la enfermedad renal crónica, la enfermedad cardiovascular y los trastornos inmunológicos tienen un riesgo 25 veces mayor de COVID-19 grave. Una reciente revisión sistemática informó de que la COVID-19 grave se produjo en el 5,1% de los niños y adolescentes con enfermedades preexistentes y en el 0,2% sin ellas.
El profesor del MCRI Nigel Curtis explic que, aunque los niños con infección por SARS-CoV-2 solían ser asintomáticos o tener una enfermedad leve con bajas tasas de hospitalización, el riesgo y las características de la COVID larga no se conocían bien.
«Los estudios actuales carecen de una definición clara de los casos y de datos relacionados con la edad, tienen tiempos de seguimiento variables y se basan en los síntomas comunicados por los propios padres o por ellos mismos sin confirmación de laboratorio –señala–. Otro problema importante es que muchos estudios tienen bajas tasas de respuesta, lo que significa que podrían sobreestimar el riesgo de COVID prolongado».
Por su parte, la doctora Petra Zimmermann, del MCRI y de la Universidad de Friburgo, en Suiza, señala que los síntomas de la COVID-19 prolongada eran difíciles de distinguir de los atribuibles a los efectos indirectos de la pandemia, como el cierre de los colegios, no ver a los amigos o no poder hacer deporte o aficiones.
«Esto pone de relieve por qué es fundamental que los futuros estudios incluyan grupos de control más rigurosos, que incluyan a los niños con otras infecciones y a los ingresados en el hospital o en cuidados intensivos por otros motivos», añade.
La revisión dirigida por el MCRI analizó 14 estudios internacionales en los que participaron 19.426 niños y adolescentes que informaron de síntomas persistentes tras la COVID-19. Los síntomas más comunes notificados entre cuatro y 12 semanas después de la infección aguda fueron dolor de cabeza, fatiga, trastornos del sueño, dificultades de concentración y dolor abdominal.
El profesor Curtis, que también es catedrático de enfermedades infecciosas pediátricas en la Universidad de Melbourne y jefe de enfermedades infecciosas en el Royal Children’s Hospital, subraya que es tranquilizador que haya pocas pruebas de que los síntomas persistieran más de 12 semanas, lo que sugiere que la COVID prolongada podría ser menos preocupante en niños y adolescentes que en adultos.
Sin embargo, afirma que se necesitan urgentemente más estudios para fundamentar las decisiones políticas sobre las vacunas contra la COVID en niños y adolescentes.
«El bajo riesgo que supone la enfermedad aguda significa que uno de los principales beneficios de la vacunación contra la COVID en niños y adolescentes podría ser protegerlos de la COVID larga –apunta-. Una determinación precisa del riesgo de COVID larga en este grupo de edad es, por tanto, crucial en el debate sobre los riesgos y beneficios de la vacunación».
El informe del MCRI sobre la COVID-19 también confirmó las lagunas de investigación en torno al papel de la variante Delta en la enfermedad de la COVID-19 en niños y adolescentes.
El profesor Andrew Steer, copresidente del Grupo de Gobernanza de COVID-19 del MCRI, advierte de que, dado que la variante Delta es más transmisible, hace que el control de los brotes en la comunidad sea difícil si no se aplican estrategias de mitigación del riesgo.
«Se necesitan más datos para describir la carga de COVID-19 en niños y adolescentes tras la aparición de la variante Delta, altamente transmisible, y porque se ha dado prioridad a los adultos para las vacunas –apostilla–. A medida que se reducen las restricciones y aumenta la circulación de otros virus respiratorios, también debemos comprender si la coinfección con otros virus respiratorios, como el VRS o la gripe, aumenta la gravedad de la enfermedad en los jóvenes».
Pero el profesor Steer precisa que los padres deberían estar tranquilos porque la enfermedad causada por la variante Delta sigue siendo asintomática o leve en la gran mayoría de los niños y adolescentes y las hospitalizaciones siguen siendo poco frecuentes.