Hemos llegado a un punto como civilización en el que es prácticamente imposible no contaminar. Casi cualquier cosa que hagamos contribuye, de una u otra forma, a profundizar aún más la destrucción del planeta Tierra. No tenemos remedio, e incluso los gestos en apariencia más inofensivos pueden salir muy caros en términos de emisiones y residuos. Como nos pasamos el día entero delante de una pantalla tenemos la impresión de que no contaminamos, de que no emitimos ni ensuciamos. Todo limpio, en apariencia, pero no es así.
Enviar emails, por ejemplo. Por sentido común y en apariencia nos parece que es exactamente lo mismo enviar un email que enviar cincuenta. Como si gastásemos la misma energía de un modo u otro. Y no es así en absoluto. Aunque es difícil de hacer, cada vez más científicos están intentando medir la huella ecológica que dejamos en nuestras actividades digitales. Los resultados asombran, pues el descomunal consumo de energía que supone pasa por lo general desapercibido.
1Los emails y el dióxido de carbono
Todos lo hemos hecho alguna vez. Mandar el típico email que pone simplemente “gracias” o “no hay problema” o cosas por el estilo. Emails prescindibles, que pensamos que ni manchan ni contaminan y los mandamos despreocupadamente. Sería un poco el equivalente a ir en coche hasta una tienda que está a quince metros del portal de casa.
Pero mail a mail, gota a gota se va haciendo el océano. Y el gasto de energía alcanza unos niveles que son significativos en cuanto a su aportación al calentamiento global. Toneladas y toneladas de dióxido de carbono se emiten a la atmósfera por culpa de estos emails que podríamos ahorrar sin grandes problemas. Un grupo de científicos ha calculado que, solamente en Reino Unido, se emiten al año 23.000 toneladas de dióxido de carbono procedentes de los correos electrónicos.