En su último libro, Indios, vaqueros y princesas galácticas (Pigmalión), el filólogo y periodista vallisoletano David Felipe Arranz, reivindica la actitud rebelde de algunas personalidades arrolladoras del cine, delante y detrás de las cámaras. Para el profesor de periodismo de la Universidad Carlos III de Madrid, el inconformismo es una de las lecciones que ha dado el cine a los amantes del celuloide, lo que considera “una escuela ética y sentimental de primera magnitud”.
¿Por qué has elegido a los rebeldes?
Me inspiran más confianza que los dóciles y los sumisos que se doblegan ante los poderosos. El cine, que es espejo de lo mejor –y de lo peor– de la especie humana, nos ha dejado notabilísimos ejemplos de hombres y mujeres que no doblaron la cerviz ante las presiones del sistema, desde Lawrence de Arabia a La joven Jane Austen, pasando por Los valientes andan solos o Las horas. Son los rebeldes los que hacen avanzar a las sociedades, los responsables de las conquistas políticas y de los derechos humanos, los que logran romper la espiral del silencio, que diría Elisabeth Noelle-Neumann.
Cítanos a tres rebeldes emblemáticos del cine
En primer lugar, Maximilian Schell, actor y director austriaco que reinvirtió lo ganado en las grandes superproducciones europeas y hollywoodenses en sus propias películas para, como dijo en una ocasión, “dar un paso adelante, inventar algo nuevo”: su Marlene (1984) es inconmensurable. Uno de sus libros de autoficción se titula precisamente El rebelde (Der Rebell, 1997) y en ella define un carácter forjado en la lectura de, por ejemplo, Mijaíl Lérmontov, al que cita al comienzo del libro: “
Y él, el rebelde, buscaba la tormenta, como si la paz viviera en tormentas”. Se parece mucho al cine de Basilio Martín Patino. Otros cineastas que considero “rebeldes” son Orson Welles, Wim Wenders, Alain Tanner, Jean-Luc Godard, Andrzej Vajda, Manoel de Oliveira, Theo Angelopoulos o Stanley Kubrick, y de épocas anteriores Sjöström, Marcel Carné o George W. Pabst, por decir unos pocos. El cine está lleno de rebeldes, afortunadamente, y sus cinematografías arriesgadas estimulan a la creatividad y a la investigación. No es el suyo un cine “palomitero”, precisamente: por eso conviene acudir a ellos una y otra vez.
En el libro dedicas muchas páginas al wéstern “rebelde”. ¿En qué consiste?
Llamo wéstern “rebelde” al que reivindicó la figura del indígena en la década de los años setenta, con cineastas como Arthur Penn, Robert Redford o Robert Altman. Casi podríamos hablar de un “antiwéstern”, que es lo que se está haciendo ahora en televisión, como fue en su momento la espléndida serie Deadwood. En cierta forma, Bailando con lobos, de Kevin Costner, también es un “antiwéstern” y heredero de aquellos cineastas intelectuales que salvaron el séptimo arte de ser barrido del mapa por la televisión. Aunque John Huston y John Ford ya les había abierto el camino con Los que no perdonan (1960) y El gran combate (1964), planteando dudas morales en sus tramas sobre el holocausto de los indígenas americanos a manos del hombre blanco: el llamado Destino manifiesto, uno de los mayores proyectos racistas de la historia de la humanidad.
Estudias a Basilio Martín Patino. ¿Cuántos cineastas rebeldes ha habido y hay en el cine español?
Rebeldes y que lucharan por las libertades a través del cine y en un tiempo nada favorable podemos citar muchos: Martín Patino, José Val del Omar, Javier Aguirre, Joaquín Jordà, Miguel Picazo, Jaime Camino, José Luis Cuerda… y, por supuesto, Luis Buñuel, Luis García Berlanga, Juan Antonio Bardem y Fernando Fernán Gómez. Y tenemos la suerte de que vivan aún Gonzalo Suárez, Josep Maria Forn, Julio Diamante, Francisco Regueiro, Mario Camus, Jaime Chávarri o Carlos Saura. ¿Por qué esa creación que nace de la no aceptación del discurso oficial y de una fascinación y pasión por investigar personajes y formatos ha desaparecido? Hoy, muchos cineastas que se dicen progresistas son más conservadores y arriesgan menos que aquellos maestros, salvo honrosas excepciones, como las de Albert Serra, Jaime Rosales o Isaki Lacuesta.
Sorprende ver a Jerry Lewis o El mundo está loco, loco, loco loco por estas páginas.
Tiene mucho que ver con mi infancia y adolescencia: mis padres me apuntaron varios años consecutivos al Cinematógrafo de la Caja de Ahorros Popular, en Valladolid. Allí los chavales veíamos cine en la gran pantalla cada sábado, y me pareció que aquellos geniales cómicos del vodevil, las variedades y el “slapstick” pusieron patas arriba los Estados Unidos de JFK y Lyndon B. Johnson: uno de los fines de la risa, de la comedia, es la subversión y la crítica del sistema. Lewis desveló, haciéndonos reír, el lado más oscuro y cruel de la hostelería, el cine de Hollywood, el Ejército, el sistema sanitario o los grandes almacenes. Y el filme de Stanley Kramer, al que bautizo como comedia épica, es un cañonazo contra la propaganda fabricada por el poder de una sociedad idílica, filantrópica y generosa que, en realidad, está dominada por la codicia, como muestra en esta inolvidable película. Y eso que ellos filman sus propuestas en la época de mayor abundancia económica de los estadounidenses.
¿Cree que el cine constituye una escuela de valores?
Una de las mejores. Desestimarla es propio de quienes no quieren una sociedad crítica que se haga preguntas sobre sus gobernantes y sus élites del poder. Cualquiera que vea una película de Sidney Lumet, Alfred Hitchcock, Akira Kurosawa o Roman Polanski aprende mucho más de la condición humana que en un manual de antropología. Uno es distinto de sí mismo después de salir de ver una obra maestra: ya nada es igual tras el encuentro con los maestros, que diría George Steiner. En La chica con la maleta, de Valerio Zurlini, hay más indagación en el amor y la belleza que en todos esos libros horripilantes de autoayuda juntos que ahora proliferan.